Dieciséis años nos bastaron para volver a reeditar el “bronco y copero”. Desde la final de 79 celebrada en el Vicente Calderón, el Valencia no había participado en ninguna otra citándonos con la historia.
Veníamos de clasificarnos tras una dura semifinal en Carlos Belmonte sorteada por muchos contratiempos.
Los que estuvimos allí no olvidaremos las brutales cargas policiales antes y después del partido. La policía se excedería en sus funciones, y algunos valencianistas no regresaron a casa por quedarse detenidos.
No era otra final cualquiera. De hecho no lo fue. Se disputaron dos, puede parecer increíble pero un diluvio universal interrumpió a falta de pocos minutos la primera con un resultado de empate a uno.
Los nervios y la nefasta organización del reparto de entradas vaticinaba un desastre. La información facilitada por los medios de comunicación valencianos los días previos al choque no eran halagüeños.
Los burócratas del «palco vip» habían hecho acopio de millares de entradas para amigos y familiares. La situación era intolerable, y el enfado era monumental entre los aficionados valencianistas.
Las negociaciones con el consejo de administración no avanzaban, la cuota era insuficiente, habiendo incluso superado las trabas del transporte gracias a que la Generalitat Valenciana aprobara un decreto para que los autobuses gusano (dobles) pudieran circular hasta la capital de España. Nosotros nos desplazamos en dos de ellos, con Capaz, autocares habilitados con hasta con 72 plazas.
Vigilantes tanto los incondicionales del norte, como los del sur montamos el cuartel general en la Plaza de la Afición. Manolo y el bar Ciudad Real disfrutarían de su particular agosto en el mes de junio. En las finales suelen aparecer todos. Es un derecho.
Habilitamos un autobús reservado para la cúpula, la vieja guardia y los más activos, merecedores de acompañar al núcleo duro del Gol Gran.
Recuerdo que lo bautizamos como el “autobús de la muerte”, aprobando una amnistía para algunos, que por motivos personales habían abandonado la grada años antes. Dos de ellos nos acompañaron. El mítico Zúlu y el Chuli entre otros. Veteranos y viejos amigos del fondo norte de 1983.
En el Bernabéu nos ubicaron en el fondo sur. Una hora antes de disputarse la gran final se acercaría a nosotros José Luis Ochaíta, líder carismático de los Ultras Sur, con la misión de ofrecernos la megafonia del grupo.
Agradecidos, optamos por rechazarla creíamos no nos haría falta. El ambiente en las gradas era ensornecedor… (continuará)