Pesaba sobre nosotros la losa de un hambre voraz de éxitos. Veintiséis años después, el Valencia CF se colaba en una final de copa. El rival, el Depor. La última, disputada y ganada por los de Kempes, en el estadio Vicente Calderón, con victoria por dos goles a cero.
Veníamos escocidos del Carlos Belmonte en semifinales, la força de una il·lusió. Había sido una semana calurosa y difícil de gestionar, tras las noticias acaecidas por un extraño suceso, el polémico reparto de entradas para la final.
Los hinchas más bulliciosos de las generales norte y sur de Mestalla, decidimos ocupar mañana, tarde y noche, la Plaza de la Afición como medida de presión para dar fin al conflicto del reparto de las localidades, y cicatrizar la herida abierta con la directiva rogista.
Manolo el del Bombo y su museo deportivo entre otros, hicieron su agosto con el servicio de terraza ofreciendo a los incondicionales del tifo un menú diario, a base de bravas, calamares y botes de cerveza a cien pesetas para calmar el hambre y la sed.
A pocos metros de distancia, en la fachada norte aún se mantenía en pie el pabellón social diseñado por Vicente Peris y levantado por Salvador Pascual. Su posterior demolición dejó una herida abierta en la ciudad.
En aquel depósito de la memoria, vivero de recuerdos se cocinaba la organización de la caravana valencianista que nos debía llevar a la meseta y presenciar el encuentro del Bernabéu.
Aquella final nos pilló por sorpresa. Nos vino grande. No estábamos preparados para contentar a la marabunta ni desde un micrófono radiofónico. Un micro suelto, duraba menos que un caramelo en la puerta de un colegio.
Sin la red social Facebook operando, los correveidiles del momento se parapetaron en los medios gozando sus minutos de gloria. Aquellas jornadas de confraternización en los alrededores de Mestalla se vivieron como cualquier mediodía del mes de marzo previo a la semana fallera, ambiente festivo, ambiente pirotécnico, ambiente de Fallas.
Mucho ruido de fondo en la avenida Suecia, pulmón urbano del pueblo de Mestalla. Solucionado el conflicto de las entradas, todos contentos, vino el segundo escollo, el del transporte, también superado. Sufrimos para llegar a Madrid y eso que tan solo nos separaban 365 kilómetros.
Hasta la Villa viajaron autobuses fosilizados. Todos hicieron su agosto. Imperaba un calor sofocante en las calles de Madrid horas previas al encuentro, y no a causa del estruendo de tracas y petardos disparados indiscriminadamente por la afición blanquinegra.
Nos alojamos en el fondo sur del Bernabéu, esta vez no había sitio en el fondo, con ofrecimiento incluido de la poderosa megafonía de los ultras locales gracias a la generosidad de su líder, que finalmente declinamos.
A pulmón sonaba desde la grada, el por un València campeón Con uno a uno, y a falta de once minutos vino el diluvio universal y la correspondiente suspensión del partido. Aquella primera final nos dejó granizados. Salimos como pudimos. Unos a pie y otros nadando. El caos y el desorden se apoderaron de la afición valencianista en la Castellana.
La lluvia lo estropeó todo pero volvimos a casa sanos y salvos, cada cual como pudo, con las mismas ganas de afrontar, el reto de volver a disputar frente al equipo de Riazor una segunda final de once minutos.
Tres días después retornamos a la capital sin apenas problemas. Jugamos dos finales, una la empatamos, la otra la perdimos. Aquel diluvio nos hizo construir el arca valencianista y dirigirlo cuatro años después rumbo a Sevilla, con calor, sin agua, pero con el trofeo para València y para el Valencia.