El declive de los futbolines en los salones recreativos, como lugar preferente de reunión de una generación de ultras auguraba un cambio de ciclo.
El «tetris» se desmontaba pieza a pieza, las máquinas de petacos pedían a gritos una pensión de jubilación, y Cánovas del Castillo perdía fuelle con unos cubalitros de plástico que asumieron ser carne del pasto del reciclaje.
La era de la modernización aperturaba una ciudad abonada a la resaca continúa, sumándose ésta, a la tradicional y vital peregrinación al horno de los borrachos, o la pequeña pizzeria que regentaba un italiano en Guillén de Castro antes de alcanzar las Torres de Quart.
Las gasolineras dejaron de poner gasolina. El pan y las bebidas, surtidores de la nueva economía norteamericana que de tapadillo se iba implantando con agresividad.
El mercado del eros irrumpía con fuerza con el ojo puesto en el Barrio Rojo de Ámsterdam, simulando escenas pornográficas para muchos jóvenes con acné, que se cobijaban en las delegaciones de la industria del sexo localizadas en la Gran Vía Marqués del Turia y alrededor de la Estación del norte.
No existía ningún control. Las cabinas del sexo. El papel higiénico. Las pajas mentales. Las bravas. Las vespinos. La chaquetas de cuero. El Rock and roll. Las discotecas, y los talegos de costó se esfumaban como una aspirina efervescente en un vaso de agua.
Los jóvenes de los noventa fuimos conscientes de que con el cambio de siglo, nuestras historias en el Kronen, el simbolismo de Trainspotting y la erótica de Full Monthy nos la arrebataría la PlayStation.