Me había dejado Olga, una mujer ucraniana residente en Valencia de refinados hábitos y de costumbres más europeas que soviéticas. Con ella duré más de lo previsto. No sé si llegué a enamorarme pero colgado me dejó un rato el día que me liquidó.
Perdido, de fracaso en fracaso, desamparado como cualquier náufrago me preguntaba ¿Por qué coño no quería saber de mí?. Más si vienes de un viaje de esos de película, el típico estreno rodado en las montañas nevadas de la Virgen de la Vega.
Esta vez, incrédulo de mí no me llevé copos de nieve en una caja de cartón, eso ya lo hice de pequeño en chalet de La Canyada. La caja de zapatos se derritió en el regreso de vuelta a casa.
Aquel divorcio fue un mazazo. Venía de otro. Católicamente hablando de uno más oficial, estirado y obligado. Aquella historia del corazón infartado no sería la última que me causaría dolor, vendrían dos más después M. y C. por orden alfabético.
Mi válvula está sellada con hormigón, no bombea amor, y no extrae petróleo. No sufro más. De eso se trata, de aparcar el sufrimiento, de achicarlo como reza la filosofía budista, religión que estuve coqueteando después de la bofetada de Olga.
Fue José, un viejo amigo de las gradas de Mestalla, el hombre que me abrió las puertas hacia el Tíbet. Él había viajado mucho, incluso visitado centros budistas del planeta.
A José la meditación le ayudó mucho en el aprendizaje y conocimiento. A mí, por el contrario meditar no me ha servido, mi mente, agitada, es difícil de situarla en blanco. Jodido diría yo. Ni con la ayuda del mismísimo Dalai Lama.
Desde entonces he tenido un comportamiento sano y respetuso con cualquier ser vivo. Lo intento cada mañana. He aprendido a convivir con animales, ayudándolos en las tareas más primitivas como la de proporcionales alimento y cobijo principalmente a perros y gatos.
A fecha de hoy me falta conseguir el dejar de comsumir animales muertos, pero sí he reducido en casi un noventa por ciento la carne y el pescado en la dieta diaria.
Escribiendo, cualquiera entenderá que lógicamente las plazas de toros las he pisado solo en conciertos de música o fines políticos. Nunca me han interesado los festejos taurinos.
No considero un arte matar un toro. Es un acto inhumano. Deleznable. Despreciable. Un espectáculo bochornoso. Un insulto a la inteligencia. No habrá paz para los malvados.
Secundo al cien por cien que el Ministerio de Cultura haya dado una estocada al Premio Nacional de la Tauromaquia. Un diez para Ernest Urtasun. Los gladiadores son pasado.