Jamás hablé con Moshe de la situación bélica del estado de Israel con el mundo. Ni de las fechorías perpetradas en nombre de dios. Matar no es digno de ningún elogio. Una aberración humana. Una sinrazón del derecho a la vida. Detesto la violencia física o verbal.
Mi amigo tenía unos principios básicos. Prohibido hablar de política y religión. Gracias a estos sabios consejos, nuestra amistad perdura casi más de veinte años. Sólo bromeamos con el jamón de jabugo.
Le engañé con un plato de cecina, que yo no la descubrí hasta un viaje que realicé a Toledo y fue un catalán quién me la ofreció. Cuando las bolsas mundiales caían, su cabeza sufría fuertes jaquecas. Sólo se recuperaba cuando el color del semáforo económico cambiaba de rojo a verde.
LLevo más de cuatro estaciones sin saber nada de él. Sé de buena tinta que estará bien. No news good news. Con toda seguridad habrá escapado de Tel Aviv fijando su residencia temporal en Londres. La habrá preferido a la de València.
No le gusta el ruido de las sirenas. Aún menos el de las bombas. Sus padres sufrieron en sus carnes la barbarie nazi. Marcados. Fueron números. Fueron salvados. Hoy este genocidio lo sufre el pueblo palestino.
Escribo por si me lee. Gracias a Google Analitics descubrí que tenía seguidores en Israel, es de decir, una I.P. se conecta casi todas las semanas. Me sigue. Le sigo. Contravigilancia. Su estilo. Moshe disfrutaba de un buen olfato. Gran memoria. Quizás cuando lea esta columna me responda, o quizás no.
Aunque Moshe es de carne y hueso, su figura yace de mi pensamiento e interés por la ficción. Representa el personaje principal de mis cuentos. Lo resuelve todo con eficacia. Estos textos, todavía sin salir de cuentas.
Aprendí muchísimo a su lado, hasta ladino, lengua que hablaba el pueblo judío en el Reino de España antes de ser expulsado. Españoles expulsando a españoles. Nuestra historia.
Moshe formó parte de la familia. Desde el año 2004 que lo conocí en la calle Zurbano de Madrid, nuestras vidas se unieron. Hemos vivido juntos muchas aventuras y desventuras. Una de ellas, muerto mi padre, en la cocina de la vieja casa de Reino.
Un lunes de Pascua se había quedado a cenar. Comía poco. Le comenté que en casa manteníamos una tradición familiar que impuso mi viejo, sí o sí. Aquella noche se sentaría a cenar con nosotros, y el menú constaba de un panquemao, huevo duro, longaniza, hojas de lechuga y sal.
En el momento que vio cómo preparaba una hoja de la romana para mojar en sal y llevarla a la boca, su mirada no salió de su asombro. En un ladino perfecto, me espetó,
–Pedro, esa comida, (Séder) son ingredientes que dan pie a una tradición hebrea muy antigua-.
Yo le contesté,
–Mi abuelo se la impuso a mi viejo, y éste a mí…………