Recuerdo escupir a mi padre,
-Pedro vete a la cama-, el contenido tiene un rombo. No puedes verlo.
Era menor. En casa disfrutamos que yo recuerde de cuatro televisores. Una en color. Tres en blanco y negro. La de color de la marca Phillips. Un armario. Cualquier adelanto audiovisual era igual de bienvenido que la visita de un Papa.
Fuimos de los primeros en la ciudad de València, años ochenta, en enchufarnos a la TV3, pagando claro está y precisamente no éramos una familia de “ideología marxista ni catalanista”..
Recuerdo que en el funeral de una hermana de mi padre, a la salida, me acerqué a una María Consuelo Reyna demacrada y mayor, y en voz baja, tibiamente, propinarle un ¡Cuánto daño hiciste a València!. Luego me arrepentí por lo echa polvo que estaba.
Después vendría lo que en el mundo audiovisual se acuñó con el término de telebasura. Los valencianos, por desgracia lo conocemos muy bien. Los seguimos teniendo muy presente en el corazón con “El crimen de las niñas de Alcácer.” o Tómbola. Ningún ser humano puede pasar por este horror.
Aquel macabro asesinato convertido en un folletín y conducido por Nieves Herrero fue el experimento de laboratorio de lo que vendría después. La telebasura. La presentadora años más tarde se vería en la obligación de pedir perdón reconociendo el mea culpa.
Como colofón, o guinda al pastel, Mercedes Milá con su programa del BIG BROTHER, naturalizó en el pan de hogaza de los españoles, ese concepto de entretenimiento que se basó en la pérdida de la privacidad.
Uno vende su vida al mejor postor, su intimidad y sus vergüenzas a un anunciante por cuatro perras. Era moda y tiempo del exhibicionismo. Yo ya había visitado el barrio rojo de Ámsterdam. La era de los Peep Show. Recuerdo el de la Gran Vía Marqués del Turia, otro en la calle Bailén o uno de los accesos al Paseo de Ruzada, y otro por Matías Perelló. Desde entonces todos los idiotas e idiotas querian vivir del bikini, silicona y gimnasio o hacer porno o edredoning en televisión al precio que fuera.
Estos miserables contenidos nacieron en un planeta analógico. En una vida Kodak a puertas de cruzar el límite del umbral de Google. Y de nada serviría que en 1997, Europa, acordara unos mínimos para la protección de los menores y de la dignidad humana con un libro verde en la clasificación de contenidos audiovisuales.
Todo este libro de códigos o buena conducta ha sido amputado por un mundo digital incontrolado e incontrolable, que prevalece el músculo, sobresale el tatuaje, y carece de sistema nervioso, imponiendo contenidos sin rigor, ética y profesionalidad. Lo decía el profesor Umberto Eco, antes solo los tenías que aguantar a los idiotas en la barra del bar, ahora las 24 horas del día.
No todo vale. Y está ocurriendo con el tráfico masivo de imágenes del incendio de dos edificios en Campanar. Por desgracia ya tenemos que soportar algo nunca visto en la humanidad, ver a un pueblo, el palestino, retransmitir en directo su propio holocausto. En África no pudieron hacerlo.
No podemos llegar a casa y encontrarte en el móvil, es mi caso porque carezco de televisión, cientos de mensajes, opiniones y vídeos sobre otro drama humano, horror local o de proximidad. A mí personalmente me hace daño.
Sin darnos cuenta con estas nocivas acciones de reenviar o compartir seguimos la línea de aquella presentadora de televisión que pidió perdón públicamente.
A mi no he hace ni puta gracia ver un video de dos edificios ardiendo. Ni especular con sus vidas. O esperar si una pareja es rescatada del horror del fuego por los bomberos. No es divertido. Es macabro. Es pornográfico. No quiero ser más idiota de lo que ya lo soy.
Vivimos en un mundo sin intimidad, donde todo se transmite en vivo y en directo, donde las buenas noticias no son noticia si no se acompañan de algo truculento. Ya lo dijo Don Quijote: “Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias.” Buenos días.