Mantuvimos a raya a las posibles injerencias ante la falta de personalidad, y los primitivos principios que enaltecían los frágiles gemellaggios de las hinchadas españolas.
Escocía ver a radicales de un equipo y de otro, que más que por rivalidad deportiva o tradición futbolística, las amistades se traducían en virtud de un criterio ideológico. Hasta cierto punto pudo ser coherente, pero también insano y contraproducente.
En Mestalla, en el fondo sur, fuimos capaces de mantener virgen la pureza de colgar pancartas de grupos o banderas de equipos. Para nosotros era una progaganda mal vista. Nociva. Por el contrario nunca dejamos de recibir a aficiones respetuosas.
Contábamos con un factor determimante, la larga tradición de las enemistades creadas a lo lago de la historia del grupo del fondo norte. Hubo respeto por ambas partes y salvo alguna desavenencia pública dejamos fluir las amistades personales y colectivas.
Compartimos en derbys con los incondicionales del Real Madrid, mesa y mantel con los del Espanyol, disfrutamos de rebujitos con ultras del Nervión, y recibimos a supporters del Barcelona.
Incluso reforzamos los lazos de amistad a través de la organización de una jornada festiva, siendo buenos anfitriones, y prevalenciendo la galantería, con la grada más incondicional de hinchas del Real Zaragoza, que deparó en cita deportiva disputada en los terrenos de Paterna, comida y posteriormente barra libre en nuestra zona de recreo, el Bar de Anacleto.
