Un lazarillo bajo las banderas del fondo norte

En el otoño de 1986, la temporada del deshonroso descenso cambié de escenario, de ubicación y de mentalidad. Aguerrido, las sillas de gol y las pipas no me sedujeron, aburriendo hasta a los propios videomarcadores y jueces de línea.

El fondo norte era estimulante perdiendo esa campaña la condición de socio, que para colarme en el Luis Casanova tuve que reucrrir a las triquiñuelas y al arte de la picaresca del típico lazarillo.

Las peñas valencianistas se agrupaban bajo una creciente organización que lideraba el señor Izquierdo, responsable de la hinchada valencianista. El mítico «Bar Penalty» fue lugar de encuentro y reunión de una generación que revoloteaba alrededor de la regaliz, el puro, las almohadillas, el olor a puro y las copas de coñac.

Los viejos y descotrolados tornos, difícil barrera de superar, antes de alcanzar las escalinatas y el cemento de un fondo norte que pronto aplicaría la ley seca.

Empecé a interesarme por un desconocido tifo. La revista Don Balón tuvo la culpa. La tímidez a veces me pasó factura en mi intento a la desesperada de traspasar el umbral del estadio , pero cada jornada aprendía algo nuevo, que con apenas once años de edad me pasaría factura para toda la adolescencia, acumulando demasiado tiempo en las inmediaciones de la avenida Suecia.

Gracias a la peña Força Ché pude acceder muchos domingos a la grada. Una grada que empezaba a perfilarse en torno a las grandes banderas que las abuelas de muchos cosian para lucir con honores antes de cada batalla.

Recuerdo las que portaba Luis de Torrente, las de José María, el benovelente presi de la peña, o a Curro envueltas en todas ellas. Banderas que perdían la inocencia y la virginidad en el momento de disparar las tracas o quemar el lucido, y barato nitrato, en el ansiado momento que el Valencia C.F saltaba al césped.

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