(Foto Bbc)
El veintinueve de mayo de 1985 se iba a disputar una final europea entre ingleses e italianos comviertiéndose en una tragedia de tal magnitud que el fútbol nunca podrá olvidar. Aquel ficitio día festivo en la ciudad de Bruselas dio lugar a un ambiente prebélico entre ambas aficiones.
El encuentro pasó doble factura a la sociedad por la nefasta organización en materia de seguridad en los recintos deportivos, que generaría este bravo evento por el cual murieron trágicamente treinta y nueve personas. En segundo lugar por la creciente radicalización de jóvenes aficionados al fútbol hasta límites insospechados que invitaba a una serena reflexión.
Los resultados arribaron rápidamente siendo el detonante de la fractura social originada entre los hinchas de la Europa del norte y del sur que veían en el radicalismo inglés un nuevo estilo de vida.
Los ragazzi dejarían de flipar por la brutalidad de los hooligans. A partir de esa fecha surgirían en las gradas europeas los dos modelos a imitar. El británico y el italiano. Podemos, amortizada ésta fecha, en considerar que el tifo en España entraba en otra fase desbrozando el estilo anárquico de los lobos solitarios del gorro y la bufanda de lana.
La decadencia de la acción espontánea y caótica de un colectivo de acérrimos seguidores de un club sin apenas organización imperante en nuestro fútbol amortiguaba. Tras aquel veintinueve de mayo la presión ejercida por las autoridades lo sufrirían los incondicionales españoles.
Uno de los principales objetivos como solución posible para ponerle freno a la violencia gratuita, fue forzar y reconvertir las acciones independientes de los hinchas en un modelo de animación más organizado y controlado.
Reagrupando a los jóvenes radicales en lugares acotados de los estadios con la premisa de estrecharles el cerco dando pie a la formación, consolidación e identificación de los grupos ultras nacionales.