La década de los años setenta estuvo marcada notoriamente por el continúo lago de lanzamientos de objetos, agresiones arbitrales e invasiones de campos. Los anónimos hinchas españoles se aferraban a lo que en la siguiente prórroga se traduciría en gamberrismo deportivo.
Sin apenas sofisticación, pero con ciertas pinceladas de revanchismo, los hipertensos aficionados ejecutaban, devorados por la excitación del juego su descontento a partir de la primitiva idea de impartir su propia justicia desde su localidad llegando a interrumpir el partido.
Las federaciones solicitaron colaboración y ayuda a los clubes mostrando más protagonismo y dureza para intentar paliar el aumento indiscriminado de la violencia. Saliendo en defensa del colectivo arbitral o de la escuadra visitante, en algunas ocasiones desprotegidos ante la enfurecida hinchada local.
Las principales cabeceras de la prensa escrita, dedicaban editoriales y noticias en sus secciones deportivas creando una nueva alarma social en la sociedad del deporte. La violencia gratuita penetraba en los estadios de fútbol. Un modelo importado y arraigado en el Reino Unido. El comportamiento incívico en las gradas y fuera de ellas. Una nueva enfermedad espiritual convertida en el rito dominical.
Un veintinueve de septiembre de 1971, el diario La Vanguardia recogía la noticia,
“Los organismos competentes de la UEFA, dirigen un llamamiento urgente a todas las asociaciones y club con el fin de que tomen medidas de precaución posible con vistas de garantizar el desarrollo, sin dificultades de los encuentros.
Actos antideportivos sobre el propio terreno de juego, y abusos cometidos por el público (lanzamientos de bengalas y cohetes, así como otros proyectiles) y sobre todo, la invasión por parte del público incluso al final del encuentro. “