Cada viernes, al salir de clase, solía acudir con los colegas del colegio después de echar unos futbolines a las cervecerías «Pasant» o «Amador» escondidas en el bajo Ensache.
Entre plato y plato de bravas por quinientas pesetas jugábamos al durito, reíamos y fumábamos los primeros cigarrillos.
Ni a mí, ni al resto de la manada se nos daba bien peregrinar a las discotecas de solera vistiendo una chaqueta de borrego Lewis y calzando unas Adidas. Ni «Don Jamón», local de los niños pijos de la ciudad fue un referente para los chicos duros de Salamanca 45.
Por no saber no sabía ni liar canutos. Nunca los fumé. El olor me producía náuseas. Mareos. El rock and roll, el olor a cuero y el incienso del Parterre tirababan mucho.
Embargado por la estética del metal, escuchaba reiteradamente en el tocadiscos de la salita de casa a «The Cult, Los Ramones, Sex Pistols», bajage músical con la que crecí, y convencer a mis viejos en dejar de peinar mis rizos cabellos fue una causa perdida.
Había dejado de rendir cuentas en Mestalla, sustituyendo a mis ídolos Wilmar Cabrera, Urruti, o Sánchez Torres por Jonhhy Ramone o Sid Vicious. Pese a la deslocalizada morriña, seguía interiormente sufriendo cada domingo con el resultado del Valencia, esperando hasta la medianoche para recrearme con el resumen en Estudio Estadio.
Quizás la falta de autoestima hizo que tirara por otro derrotero, y algo acomplejado, más por la apariencia que por el sentimiento quedaron embargados los gratos recuerdos de Mestalla en la temporada del ascenso, que con apenas once años flipaba en lo alto del fondo norte con el olor a nitrato, las avalanchas, o el lanzamiento de almohadillas.
«El Penalty,» el lanzamiento sobre los once metros, un paradisíaco lugar de encuentro para las carreras y los porrazos propinados por los de marrón, fue para muchas generaciones de valencianistas un aroma salpicado por el continuo olor a coñac o a caliqueño.